Recuerdo con claridad aquella ocasión en que Papá Carlitos y Mamá Rosita me llevaron a una de las peculiares misas del señor de Burgos en la Plazuela de la Independencia, un lugar sagrado donde los chachapoyanos conmemoran el triunfo sobre el ejército virreinal cada 6 de junio.
En vez de ingresar a la iglesia, muchos de nosotros, los niños inquietos y juguetones, éramos como duendes encantados por la magia nos dejaban en la plazuela, aquella tenia áreas verdes, bustos de héroes que no tenían nada que ver en el lugar y un arco parabólico de tres piezas que colinda con la calle hermosura, parecía ser la mitad de un planeta Saturno desprendido de su eje y estrellado contra la Tierra, quedando la mitad enterrado en la plaza de la independencia, su aro interior como una media luna dispuesta a atrapar el tiempo.
La pieza central del monumento, inclinada a 35 grados de tierra, se convirtió en nuestra resbaladera, un sitio mágico donde pequeños y grandes disfrutábamos de deslizarnos. Cada vez que lo hacíamos, una sonrisa iluminaba nuestros rostros y nos dejaba una experiencia inolvidable.
No estoy seguro si los arquitectos diseñaron el arco pensando en nuestra diversión, o si fue el instinto curioso e inquietante de los más pequeños la que lo convirtió en nuestro lugar predilecto.
Pero lo más enigmático de aquel escenario era un televisor colocado en medio de la plazuela, sostenido por un mástil de concreto. Su brillante pantalla nos hipnotizaba a mí y a otros niños y adultos. El televisor parecía un panal de luciérnagas monocromáticas, cada programa en blanco y negro desprendía una sensación que nos sumergía en un mundo de fascinación. Contemplábamos las imágenes hasta que el cura finalizaba la misa, quedando atrapados en ese hechizo visual.
Aquella televisión pública dejó una huella profunda en mi ser. Quizás aquellos momentos mágicos inspiraron mi interés por el video arte y la idea de montar proyecciones visuales en el festival Sachapuyu.
Una vez concluida la misa, comenzaba el locurón. Teníamos vía libre para recorrer la iglesia y recoger la cera derretida de las velas encendidas por los fieles, como símbolo de sus pecados. Nosotros, los niños traviesos, tomábamos la cera en nuestras manos y la usábamos para encerar la resbaladera y hacer aún más emocionante y extremo el deslizarnos
Era una tarea secreta, Mamá Rosita reciclaba la cera para hacer velas, era una verdadera maga en ese arte. Recuerdo la luz tenue del foco de 25 watts, donde sobre una tushpa una olla derretía la cera reciclada de las velas. Luego, con una tasa de losa, bañaba las cuerdas de 30 cm que ataba y colgaban de un aro circular de 40 cm de radio hecho de una resistente rama de árbol. Cada vuelta del cordel era una nueva capa de cera, dejando las velas fuertes y listas para cubrirnos de la oscuridad o cumplir la oración del pecador.
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